Las Areas Protegidas son el principal instrumento para la conservación in situ del patrimonio natural del país.

Las políticas de conservación del ambiente con referencia territorial tomaron relevancia en el último tercio del siglo XX con el establecimiento de la Convención Ramsar (1971), la Convención del Patrimonio Mundial (1972) y con el surgimiento del concepto de Reserva de la Biósfera a partir del programa El Hombre y la Biósfera (1977).

La concreción de una red mundial de reservas bajo el auspicio de las Naciones Unidas (PNUMA), supone un hito en la evolución de las áreas nacionales protegidas y la cuestión ambiental adquiere especial relevancia en los años ’80. Como consecuencia, en Uruguay se desarrolla un volumen importante de legislación, el que se irá complementando en el presente siglo. La reforma de la Constitución de 1996 declara de Interés General la protección del ambiente. En el año 2000 se aprueban la Ley General de Protección Ambiental y la Ley de reas Protegidas y en 2008 la Ley de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible. Posteriormente, en 2009, se suceden la Ley de Descentralización y Participación Ciudadana y la que establece los principios rectores de la Política Nacional de Aguas.

Por otra parte, el país suscribe varios acuerdos internacionales: Convención de Ramsar, Irán, 1971; Convención del Patrimonio Mundial de UNESCO, París, Francia, 1972; Convención de Bonn de Especies Migratorias – CMS, Bonn, Alemania, 1979 y Convención de Cambio Climático y Diversidad Biológica, Río de Janeiro, Brasil, 1992.

El Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) se constituye como acuerdo internacional, jurídicamente vinculante para las partes a partir de su ratificación. Propone tres objetivos principales: la conservación de la diversidad biológica, la utilización sostenible de sus componentes y la participación justa y equitativa en los beneficios que se deriven de la utilización de los recursos genéticos. Asume el valor intrínseco de la diversidad biológica y el valor de sus componentes, no solo medioambientales sino también sociales, culturales, genéticos, económicos, científicos y educativos. El Convenio define la diversidad biológica como “la variabilidad de organismos vivos de cualquier fuente, incluidos, entre otras cosas, los ecosistemas terrestres y marinos y otros ecosistemas acuáticos y los complejos ecológicos de los que forman parte; comprende la diversidad dentro de cada especie, entre las especies y de los ecosistemas”. Como consecuencia de ratificar el CDB, los países han realizado esfuerzos dirigidos a la reorganización administrativa bajo el concepto de Sistemas Nacionales, y al establecimiento de nuevas áreas protegidas en sus territorios respectivos. Con estas acciones se ha estipulado la protección jurídica y operativa a ecosistemas y especies de vida silvestre que se encontraban amenazados por el crecimiento demográfico, la ampliación de la frontera agropecuaria y la sobreexplotación.

En Uruguay, la Ley Nº 17.234 que crea el Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP) se sanciona en el año 2000, como culminación de un largo proceso de discusión transitado a partir de la iniciativa presentada al Parlamento en 1994. El “Sistema” implicará un conjunto de áreas de conservación que al dirigirse y desarrollarse como un todo, son capaces de satisfacer objetivos seleccionados de conservación del medioambiente nacional. La Ley define las Áreas Protegidas como “el conjunto de áreas naturales del territorio nacional, continentales, insulares o marinas, representativas de los ecosistemas del país, que por sus valores ambientales históricos, culturales o paisajísticos singulares, merezcan ser preservados como patrimonio de la nación, aun cuando las mismas hubieran sido transformadas parcialmente por el hombre”. Representan uno de los instrumentos más eficaces para la conservación in situ de la riqueza natural de una región, compuesta por especies, ecosistemas y servicios ambientales. A su vez, para que sean una herramienta de conservación realmente efectiva, deben articularse a un sistema nacional que asegure una muestra representativa y balanceada de los ecosistemas del país. El conjunto normativo que determina las categorías y pautas para su gestión es el comprendido por la Ley de Creación del SNAP de 2000; la Ley de Presupuesto Nacional Nº 17.930 de 2005 y los decretos 52/005 y 294/019.

A la fecha, existen veintidós áreas protegidas ingresadas o en vías de ingreso en el sistema, de las cuales siete se encuentran en terrenos de dominio público y conforman el 8% de la superficie protegida; diez áreas se encuentran en padrones tanto públicos como privados y significan el 60% de la superficie protegida mientras que en cinco áreas los terrenos son de dominio privado y constituyen el 32% de la superficie protegida. La totalidad de superficie afectada a la protección de la biodiversidad es de 420.776 hectáreas, el 2% de la superficie terrestre del país, una cifra notoriamente inferior a la de otros países de América y muy por debajo del promedio mundial que se sitúa en el entorno del 15%.

Las áreas protegidas enfrentan diversos retos, algunos derivados del modelo económico de país basado en el desarrollo del sector agropecuario. La explotación indiscriminada de recursos naturales, la contaminación de las aguas por agroquímicos, la pérdida de suelos fértiles, la concentración de la tierra y el vaciamiento de población en medio rural, entre otros, tienen efectos negativos sobre el ambiente. Por otro lado, la escasa superficie asignada a la protección a través del SNAP y la situación de aislamiento de las áreas, inmersas en espacios altamente modificados, dificulta la generación de corredores biológicos y por ende la conservación de la biodiversidad. Para paliar esta situación desde 2015 el SNAP ha modificado su concepción, apelando a la ecología del paisaje como forma de entender el sistema y para generar los necesarios vínculos y continuidades entre áreas que facilitarán la consecución de los objetivos de conservación.

El sistema uruguayo prevé el ingreso de áreas, la planificación y la gestión mediante un conjunto de instrumentos, tanto normativos como procedimentales, que garantizan la participación de los distintos actores e intereses representados, así como el monitoreo permanente de las acciones y la transparencia. Desde su inicio formal en el año 2000 se han ensayado distintas estrategias y se han evaluado los resultados para corregir o perfeccionar mecanismos con el objetivo de concretar la protección de los ecosistemas representativos de la región.

El fin último de la política de áreas protegidas no es otro que la propia conservación de la especie humana, en su relación con otros sistemas bióticos y abióticos y como parte del ambiente. De ahí la importancia de una gestión territorial con uso responsable de los recursos naturales, con objetivos que representan el interés colectivo por encima de los intereses individuales y garantizan beneficios para las generaciones actuales y también para las futuras.

Mara Moya es arquitecta por la Facultad de Arquitectura de UdelaR, diplomada en políticas para el desarrollo local en CLAEH y con un título de Altos Estudios en Paisaje por IUBIOS y la Red Le Notre. Es investigadora en temas de ambiente, patrimonio y paisaje.